Otra historia de amor

Las dos de la tarde. Terminó de servir a su hombre y mientras él bebía su botellita diaria de vino Toro tinto y fumaba sus cigarritos Fontanares sin filtro, lavó los platos, planchó sus camisas, ordenó un poco la casa y, sabiendo que después del vinito prontito dormiría la mona, intentó descansar en su sillón preferido y se dispuso a ver esa novelita rosa que hacía volar su imaginación y aflorar sus más íntimos deseos escondidos bajo esa piel maltratada por los duros años vividos.

La protagonista de esa historia tan sugerente e idílica le hacía olvidar sus años de frustración y soledad, y le permitía conocer otras formas de amar, con besos, con palabras dulces y excitantes, con caricias, con olor a flores, que ella nunca había conocido.

Era su única forma de vivir una emoción, y a él no parecía importarle.

¡Y qué más daba!, total, igualmente seguía ¿viva?...

Solo recordaba de su pasado que había salido del yugo de su padre a los dieciséis años para caer presa eternamente ante el yugo de su marido.

Además, lo único importante era cumplir siempre con sus obligaciones para ganar el paraíso prometido, y eso lo tenía bien clarito en su tonta cabecita.

Él llegaba después de sus trasnochadas noches de juerga, casino y alcohol, la volcaba sobre la cama y, sin mediar palabras, ni caricias, ni nada, la montaba con toda su violencia. Un dos tres y ya está. Fin de la historia.

Dejaba sobre su cuerpo su sudor nauseabundo, su saliva pegajosa, su semen caliente y oloroso sin ningún respeto y se dormía inmediatamente. Ella cerraba sus ojos y, en esos tres minutos que duraba ese coito brutal y malsano, tarareaba mentalmente una canción:

“Qué dirá el Santo Padre, que vive
en Roma, que le están degollando a su paloma”.

Respiraba hondamente y una lágrima escapaba de sus ojos.

No importaba ya. Sabía que el paraíso lo tenía ganado.

Así vinieron sus hijos uno a uno, y se fue dejando, quedando, olvidando, encapsulando, resquebrajando, malviviendo… pero llegó la tele con esa maravillosa historia de amor, sabrosa y sensual que le hacía entrever dulces sensaciones.

El sudor bañaba su cuerpo todo, no tan solo por su inducida excitación sino también por los 52 grados que abrazaban a la ciudad, cuando de pronto un estruendo la ensordeció, un gutural rugido salía desde las entrañas mismas de la tierra. El piso se abrió en un profundo surco, las paredes cayeron. Ella de un solo salto estuvo a salvo en medio de su jardín, y en un instante de lucidez pensó en los que habían quedado atrapados entre los escombros y ella allí, libre, segura.
¡Cómo no iba a hacer algo para salvar lo que más amaba!?

Después de todo, él la había hecho muy feliz, la transformó en mujer; por él conoció el amor, por él vibró de felicidad con su primer orgasmo. No lo pensó más. Pese a que la tierra seguía temblando, pese al miedo, pese a la incertidumbre, entró nuevamente a la casa y con sus propias manos, cavó, levantó los escombros y lo encontró.

Sus heridas, aunque graves, ella las curaría.

Con esfuerzo sobrehumano, lo levantó en sus brazos y tambaleando, llevó al medio del jardín, el lugar más seguro, a su viejo televisor, y juntos fueron testigos del derrumbe.




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